lunes, 26 de enero de 2015

Lágrimas

Las lágrimas se escapan de sus ojos delante del grupo. Sin control, como si alguien hubiera dejado un grifo mal cerrado, las lágrimas ruedan por sus mejillas sin que a ella le importe ya.
Un efecto secundario de desnudar tu alma delante de desconocidos es que las lágrimas se vuelven algo común, una cosa más a compartir con las demás. 

Con un sollozo que brota de lo más profundo de su garganta se arremanga la camiseta, dejando ver unas pequeñas marcas, aún rosas, que cruzan su antebrazo. El pelo la tapa la cara, ocultando el rubor provocado por la vergüenza. No sabe qué hacer, sólo que no puede seguir así.

Amaya no quiere comer, y sus padres la obligan. No entiende que esa comida que tanto asco le da es más importante que las pastillas que toma por las mañanas, con un pequeño trago de agua. Aún no alcanza a entender qué es eso que dicen los médicos, cómo puede ser que esas piernas que ella ve tan gordas los demás las vean tan delgadas. La psicóloga habla de ingreso, pero ella sólo puede oír "lugar de engorde". Ha oído cómo tratan a las chicas como ella en esos hospitales. Las miradas de asco de las enfermeras, o lo que es peor, de lástima. No quiere que la tengan lástima, sólo quiere ser una princesa, como las de esas páginas web que no para de consultar. Las que son capaces de sobrevivir tomando sólo una manzana durante el día, o que han encontrado la manera de callar los gritos de hambre de su cuerpo a base de agua o ejercicio.

El grupo no puede dejar de mirarla. Ha sido la última incorporación, y todos saben por lo que está pasando. Todos han pasado por ese rechazo a la comida, y prácticamente todos han estado ingresados por lo menos una vez. Sin embargo, a diferencia de ella, ellos han acabado aprendiendo que tienen un problema. Las batas blancas lo llaman Trastorno de la Conducta Alimentaria, aunque para ellos sólo es su pesadilla, la que ha hecho que se queden solos, porque sus amigos no les entienden y en casa sólo ha provocado disgustos y peleas. Lo que ha hecho que también pierdan cualquier afición que no sea la de contar calorías o abdominales. 
El gusano que les obsesiona y que ocupa su cabeza todo el tiempo, sin dejarles disfrutar de su vida. De su adolescencia.


Amaya llora porque los demás se van a casa y ella se queda. Durante el próximo mes, el hospital será su casa, su cárcel. No tendrá apenas visitas, y lo que es peor, no podrá librarse de comer. Ya le han avisado de que la bandeja tiene que quedar limpia, y que no hay forma de esconder nada. Hay cámaras en las habitaciones y cerraduras en el baño. Después de comer tiene que estar en reposo absoluto, y la castigan si la pillan haciendo ejercicio a escondidas.

A los pocos días algo ha cambiado. Sigue teniendo el mismo asco a la comida y las mismas ganas de hacer ejercicio, pero ya no se siente tan triste. Cuando se ve, por la noche, reflejada en la ventana de la habitación, puede verse la cara más rellena, y los dedos le parecen pequeñas salchichas. Las piernas se le han hinchado, y cuando come piensa que no va a aguantar de lo llena que se siente sólo de oler la comida que la espera en el comedor. Pero a pesar de todo esto, empieza a ver algo de claridad. 
El ingreso le ha demostrado que tiene que hacer algo para que su vida cambie, porque sabe que por nada del mundo volverá ahí dentro, con una sola vez le basta. Ahora sólo le queda averiguarlo.

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